Historiador, Fundador de la Comunidad de Sant'Egidio
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Queridos amigos,
hemos llegado al término de estos días de encuentro, de debate y de amistad vividos en la cálida y acogedora Münster. Quisiera agradecer de todo corazón al obispo de Münster su cordial y atenta acogida. Y también vaya mi agradecimiento al obispo de Osnabrück, que hoy nos recibe aquí y que nos ha ayudado. Sin su empeño no habría sido posible celebrar esta Oración por la paz en Alemania.
Estos días muchas situaciones difíciles, pobres, violentas, conflictivas, auténticas guerras, han sido objeto de nuestra atención. Algunas situaciones presentan un grave riesgo de degenerar en conflictos. Se han evocado historias, dolores y esperanzas de muchas partes del mundo. Mucha gente sufre; demasiada. Es necesario encontrar nuevos caminos de paz. No se ha olvidado la grave situación del medio ambiente y sus consecuencias en la vida de la gente.
Pero quizás ha habido la sensación de que no hay soluciones. O al menos, que no están en nuestras manos. ¿Qué podemos hacer? ¿Qué puede hacer la gente corriente? ¿Qué pueden hacer los creyentes? ¿Qué pueden hacer los líderes religiosos? No hay respuestas fáciles a estas preguntas. Muchas veces terminamos diciendo que podemos hacer poco, o tal vez nada. Nos resignamos al dolor de los demás. Nos volvemos pesimistas. El pesimismo de quien no sufre es fácil. Nos justificamos diciendo que no es posible. Aceptamos la indiferencia al dolor de los demás.
Estos días, especialmente hoy en Osnabrück, hemos orado por la paz, teniendo frente a los ojos tantas y tantas situaciones de dolor y de violencia. La oración fuerza el límite de lo imposible: se dirige a Aquel que todo lo puede. No se resigna, la oración. En ella resuenan la expresión de dolor, a veces los gritos, de cuantos se ven arrollados por la guerra. En la oración, en lo más hondo de nuestra fe, descubrimos que la paz no es imposible, porque es un don de Dios. ¡No nos resignemos nunca a la guerra! ¡No nos resignemos nunca al dolor de los demás! La paz debe ser siempre posible. Hay que buscarla siempre. ¡Será posible! Por eso las religiones encienden –como sucede hoy– la esperanza de paz: ayudan a los creyentes a librarse de la indiferencia y a ser artesanos de paz.
Necesitamos reunirnos y actuar conjuntamente como creyentes. No unos contra los otros o ignorando a los otros, sino unos junto a los otros. Lo dijo Juan Pablo II en Asís en 1986. No hagamos nunca de la religión una ocasión de conflicto o de odio. Los unos con los otros: para que crezca la paz en el mundo. La amistad entre las religiones no es teórica. Y la hemos vivido. Hemos visto su eficacia. Revela a este mundo globalizado, que a menudo no tiene alma, que todos los hombres y todos los pueblos están unidos por un destino común. La paz es el destino común.
Por eso, queridos amigos, no aceptemos que ciudades y pueblos sean presa de la guerra y de la violencia. Queremos abrir, con la fuerza débil del diálogo, pero con mucha esperanza, nuevos caminos de paz: en esta Europa, demasiado centrada en ella y distraída del mundo; en el corazón de nuestros mundos religiosos; allí donde los pueblos luchan entre ellos; allí donde domina la violencia; allí donde se manifiesta el odio. Las religiones son profundamente caminos de paz. Que puedan abrir, con la colaboración de las mujeres y de los hombres de buena voluntad, cada vez más y allí donde sea necesario, caminos de paz.
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