Europa se encuentra inmersa en una pregunta de gran alcance: la suerte de los extranjeros que llegan a miles a sus fronteras. Sueñan con alcanzar al país o países que se muestran dispuestos a acogerlos. Se habla incluso de cuotas de refugiados que serían obligatorias para los miembros de la Unión Europea, como si fuera necesario imponer la solidaridad a los más refractarios. Se convocan cumbres para superar los puntos de vista divergentes de los estados miembros, como si la acogida de los que llegan fuera una cuestión discutible. Hay países que cierran las las fronteras y países que facilitan el paso de los refugiados por sus territorios, y que incluso salvan miles de vidas que se habrían perdido en pleno Mediterráneo.
Sin embargo, hay una profunda división entre los estados de Europa sobre qué hacer con una multitud de hombres y mujeres, la mayoría jóvenes, con muchos niños, que forman largas columnas que avanzan a pie por las vías del tren, por caminos y carreteras. Algunos han dejado su vida mientras venían hacia Europa, como los que han muerto dentro de las barcazas-ataúd provenientes de Libia o el terrible camión-ataúd encontrado en una carretera de Austria. Son imágenes que evocan directamente los cientos de miles de fugitivos republicanos por los caminos y carreteras pirenaicos los meses de enero-febrero de 1939, o bien las columnas de soldados alemanes prisioneros caminando sobre la nieve en dirección a Siberia en los años 1943 a 1945, o bien las largas filas de judíos formando junto a las estaciones de tren antes de ser conducidos a la terrible muerte de las cámaras de gas. La historia de Europa está llena de desplazados, exiliados, refugiados y prófugos, y de gente que ha encontrado la muerte tras verse obligados a dejar su casa.
Los que llegan han tenido que dejar tras de sí un país devastado, casi inexistente, sin estructuras ni fronteras, golpeado por una guerra que aniquila la población civil (Siria), troceado por una guerra interminable (Afganistán), o diezmado por la violencia, la corrupción, el hambre y las enfermedades (Somalia, Eritrea). Porque, ¿quién quiere dejar su casa si puede vivir con una mínima dignidad? ¿A quién gusta de abandonar la tierra donde ha nacido y donde viven sus familiares y amigos, si puede vivir sin temer las bombas y la muerte? Los países de donde provienen los refugiados conocen guerras de larga duración, interminables y mortíferas, que cortan cualquier proyecto de vivir en paz. Por ello se puede afirmar que la gran mayoría de los prófugos que llegan a Europa son peregrinos de esperanza, caminantes en busca de un mañana mejor, personas que llaman a la puerta de todos y cada uno.
En este sentido, el papa Francisco pidió que cada parroquia o comunidad de Europa acoja al menos una familia de prófugos. Es una propuesta concreta que invita a no delegar simplemente en las administraciones un problema común que toca, de hecho, cada persona. El Papa va a la raíz del problema, a la sensibilidad compartida ante un ser humano que, según el mensaje del Evangelio, es un «forastero» / «extranjero» que ha de ser «acogido». La propuesta del Papa pretende reencontrar aquellos sentimientos ante el extranjero y el pobre que han modelado Europa y que se han traducido en una historia de acogida: una historia que se ha convertido en un paradigma en la historia mundial. Si Europa quiere encontrarse a sí misma, no puede ahuyentar a los que llegan ni puede seguir olvidando la existencia de la guerra en los países de procedencia de los mismos.
La guerra es la madre de todas las pobrezas, dijo Juan Pablo II. Y, por tanto, los prófugos, en su mayoría, son gente en busca de una tierra, son víctimas de una guerra que Occidente se muestra incapaz de reconducir, aunque casi la ha promovido. Vienen porque nosotros no hemos sido capaces de ir, porque se ha atizado una guerra y ahora no se sabe qué hacer. ¿No habrá una deuda nuestra para con todos aquellos que han sido víctimas de la impotencia europea a la hora de promover la paz?
Salvando todas las reflexiones geoestratégicas, la pregunta es solo una: ¿Hay que levantar alambradas y rejas en las fronteras o bien, como propone entre otras la Comunidad de san Egidio, hay que dar visados por razones humanitarias a los prófugos que tienen derecho a entrar en Europa después de que en sus países no es posible vivir con una mínima dignidad, seguridad y paz? La gente anónima que se ha movilizado en tantos lugares repartiendo comida y ropa, mantas y agua a los prófugos es una señal de esperanza. El rostro del que sufre desvela sentimientos de misericordia y hace emerger la humanidad de mucha gente. El alma de Europa no está muerta.
Armand Puig
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