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10 Janeiro 2014

La paz de Sant’Egidio

 
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Desde su creación en 1968, en Roma, la llamada “ONU del Trastévere” se ha extendido por las periferias urbanas y sociales del mundo, conjugando la cercanía a los pobres con una diplomacia desde lo bajo que ha traído frutos de paz en diferentes contextos de guerra.

Es uno de los grupos eclesiales más conocidos y significativos de entre los nacidos en el posconcilio, respetado por las cancillerías internacionales y amado por los últimos. La Comunidad de Sant’Egidio ha sabido conjugar fe y compromiso civil, catolicidad y espíritu de diálogo.

Nacida en Roma en los años de la contestación, ha conservado los ideales de aquel período de renovación eclesial sin perder jamás el enraizamiento en la Palabra de Dios, el servicio a los marginados y el sentido de pertenencia a la comunidad católica. Es, sobre todo, hija del Concilio Vaticano II y del espíritu de aquella primavera conciliar.

Su receta es antigua y nueva: gratuidad, amistad, diálogo, servicio, medios pobres para humanizar el mundo. Y, sobre todo, el Evangelio en el centro, la simpatía hacia todos, la liturgia y la oración comunitaria y personal, “la primera obra de la Comunidad”, como subrayan con fuerza sus miembros. A lo largo de su historia ha tratado siempre de seguir una brújula preciosa: la amistad con los pobres.

Desde Roma a Asia, África y América Latina, Sant’Egidio ha multiplicado las comunidades en las periferias urbanas y sociales del mundo. Pero también ha mirado a un horizonte más amplio, conjugando la cercanía a los pobres con una diplomacia desde lo bajo, que ha traído frutos de paz en diferentes contextos de guerra y con un compromiso “político” que ha significado intervenciones en los campos más variados, desde las campañas para la abolición de la pena de muerte, al proyecto Dream para la asistencia de los enfermos de sida en África; desde las batallas para la defensa de los derechos de los inmigrantes y refugiados, al proyecto para la inscripción en el censo de los ‘niños invisibles’ en África, que no tienen documentos.

Hoy, Sant’Egidio es un “sujeto internacional” muy especial. No es una organización de servicios sociales, ni una ONG, ni mucho menos una agencia no gubernamental especializada en mediación. Con los años se ha transformado en una fraternidad internacional dedicada a globalizar solidaridad y amistad a lo largo de las fronteras del mundo.

Por este aspecto suyo, es una realidad peculiar entre las asociaciones y los movimientos de la Iglesia católica, que, debido a su pasión y atención a las grandes cuestiones internacionales, ha sido definida por un conocido periodista italiano, Igor Man, como “la ONU del Trastévere”, para subrayar al mismo tiempo también la otra dimensión: su carácter familiar y romano, enraizado en uno de los barrios más antiguos de la ciudad eterna, donde tiene su sede y donde cada tarde, en la basílica de Santa María en Trastévere, todos sus miembros se encuentran para rezar.


De los pobres a la paz

En Sant’Egidio les gusta repetir una afirmación importante de Andrea Riccardi, su fundador: si en el pasado eran las grandes potencias las que decidían la guerra y la paz, hoy cada uno puede hacer algo relevante por la paz y por la guerra. En su sencillez, esta afirmación significa que cada uno puede contribuir a cambiar el mundo y que, sobre todo, el mundo puede ser mejor de como es actualmente.

En la comprensión de que la Comunidad de Sant’Egidio ha ido madurando progresivamente sobre el mundo, a partir de su experiencia y de su enraizamiento en muchas situaciones complejas y ambivalentes, conflicto y pobreza están cada vez más unidos.

Para la Comunidad romana, la guerra es “la madre de todas las pobrezas”, destructora del compromiso humanitario para el futuro de pueblos enteros, que transforma a los hermanos en enemigos. Es una aventura sin retorno, como le gustaba repetir a Karol Wojtyla. “¡La violencia y la guerra utilizan el lenguaje de la muerte! –recordó con fuerza el papa Francisco ante los nuevos vientos de guerra que se desencadenaron por la cuestión siria–. La guerra es siempre una derrota para la humanidad”.

Y siguiendo la estela de esta conciencia de que la guerra es un mal extremo que todo lo destruye, es como la Comunidad ha escuchado el grito de dolor que se eleva desde muchas partes del mundo y, especialmente, desde África. Aquí es donde la Comunidad se mide con la primera de sus mediaciones imposibles, en un país, Mozambique, descompuesto por años de guerra civil, con un millón de muertos.

El empeño de Sant’Egidio es negociar una paz estable de la que las dos partes estuviesen verdaderamente persuadidas. Una paz no impuesta, no comerciada ni apresurada con fuerza desde el exterior. Las negociaciones duraron 27 meses y estuvieron animadas e inspiradas por una gran enseñanza de Juan XXIII: “Buscar lo que une más que lo que divide”.

La paz se firmó el 4 de octubre de 1992 en presencia de muchos jefes de Estado africanos y europeos. La mediación de Sant’Egidio –escribiría el entonces secretario general de Naciones Unidas, Boutros Boutros-Ghali–, hecha de discreción, informalidad y perseverancia, ha permitido la realización de una mezcla única en su género, pacificadora, gubernamental y no gubernamental, una ‘fórmula italiana’, o como dicen los expertos, “el método de Sant’Egidio”.

A diferencia de las organizaciones internacionales, la Comunidad no puede amenazar con embargos o bloqueos, su fuerza radica en la persuasión y en la convicción en las razones de la paz, puestas en actuación con simpatía, dando confianza y motivos de garantía. La fuerza de Sant’Egidio es una fuerza “débil”, espiritual, humana, que cree en el diálogo y en la transformación del hombre a través del diálogo y de la amistad.


Método y claves

Los instrumentos utilizados por la Comunidad no se basan en incentivos financieros o militares. Para ellos, la relación humana con quien combate es decisiva: la comprensión de las razones y de los sentimientos de cada parte, la construcción de la confianza, el favorecimiento de un clima menos hostil, son las etapas importantes de todo proceso de paz. Se necesitan tiempo y paciencia.

La confianza no brota de forma espontánea e inmediata. Hace falta ayudar a quien durante años no ha soñado más que la muerte de su enemigo, su eliminación. Las garantías internacionales e internas son un punto fundamental de todo acuerdo de paz. Pero, sobre todo, es necesario vehicular una motivación fuerte, humana y espiritual, que persuada de que la paz es posible para sí y para los demás. En Sant’Egidio gusta pensar que “la paz es una fuerza convincente, razonable y también emocionalmente seductora”. Es posible siempre y en todos lados.
Sant'Egidio febrero 1996 firma del comunicado conjunto para reanudar las negociaciones de paz entre gobierno de Guatemala y guerrilla

Tras la divulgación del éxito mozambiqueño llegan a la Comunidad diferentes peticiones de ayuda. No es posible recorrerlas todas. En septiembre de 1994, durante el Encuentro Interreligioso de Asís, algunos amigos argelinos piden intervenir en su país, presa de una grave crisis política interna. El gran país norteafricano corre el riesgo de transformarse en un campo de enfrentamiento, además de político, interreligioso. Algunos religiosos son asesinados, como el padre Henri Vergès.

Los “jóvenes” de Sant’Egidio buscan los contactos justos, se ponen a la obra para que los enemigos que se combaten se encuentren, y después de un intenso trabajo, lejos de las cámaras de televisión, dan vida a la denominada Plataforma de Roma para una solución política y pacífica de la crisis argelina. El acuerdo es suscrito por todos los partidos más representativos del país y prefiguraba una solución negociada, global y democrática, sin la exclusión de ningún sujeto político.

En el Nuevo Mundo, a partir del testimonio de Óscar Arnulfo Romero, arzobispo de San Salvador, asesinado cruelmente al inicio de los 80 –de quien Sant’Egidio lleva hoy adelante el proceso de beatificación en el Vaticano–, la Comunidad se ha medido con la tragedia de la violencia y de las diferentes guerrillas que laceraban desde hacía años muchos países de América Latina, entre ellos Guatemala. Un conflicto que duró casi 34 años: desde 1962 a 1996. La guerra civil más cruel de la América Latina del siglo XX, con más de 200.000 muertos.

Las partes en conflicto estaban cansadas, pero la desconfianza, profunda y muy enraizada, no permite a los negociadores ir adelante. Los guerrilleros y el Gobierno se acusaban mutuamente de no aplicar los acuerdos alcanzados. La ONU asistía impotente. En este clima maduraron algunas circunstancias que favorecieron que la Comunidad ayudase al proceso de paz. Los obispos animan los intentos de la Comunidad romana, que, de forma reservada, hace de lanzadera entre las dos partes, buscando con paciencia y tenacidad los hilos de una solución.

“En nuestra personalidad, –recuerda Pablo Monsanto, líder de la guerrilla guatemalteca y negociador oficial en las negociaciones con el Gobierno, que se desarrollaron en gran parte en los locales de Sant’Egidio y desembocaron en el acuerdo de paz de 1996–, había aspectos modelados por años de clandestinidad. Selva y fusil. Por esto, la relación con Sant’Egidio fue para nosotros especial. Favoreció una visión de la vida diferente respecto al pasado. Encontrar a gente con la que razonar de forma diferente, sin contraponerse a la fuerza, nos ha ayudado muchísimo, hasta permitirnos volver a entrar en un proceso legal y político”. “Sentimos de inmediato –continúa el exguerrillero– que, con algunos de ellos, se había instaurado una relación verdadera, de amistad sincera, cada uno en su lenguaje, me atrevería a decir espiritual”.

Este es el testimonio de la fatigosa conversión a las razones de la paz de un hombre acostumbrado a dialogar con la metralleta, y que hoy ha vuelto a vivir en la normalidad de un ciudadano libre de su país.

El éxito de Sant’Egidio, según recuerdan los protagonistas, no está en la técnica diplomática. La credibilidad, el trato humano, la capacidad de percatarse de los diferentes niveles del enfrentamiento y de leer la interacción entre factores sociales, étnicos, religiosos y culturales, son los ingredientes de la receta con la que Sant’Egidio ha podido humanizar muchas situaciones y llevar al éxito muchas mediaciones, contribuyendo a asegurar la paz en muchos países.


Globalizar la solidaridad

Sant’Egidio actuó también en Líbano durante la trágica guerra que descompuso aquel país para permitir la liberación de los cristianos cercados. De igual modo también se comprometió en la liberación de los cristianos iraquíes que no lograban obtener el asilo político y corrían el riesgo de ser capturados y condenados a muerte por parte del régimen de Sadam Hussein. Pero también ha trabajado por la liberación de un grupo de turistas capturados por las fuerzas armadas del PKK de Abdullah Öcalan, o por la liberación, después obtenida, de los pilotos rusos prisioneros en Angola y Etiopía, como también por la puesta en libertad de un grupo de italianos capturados por la guerrilla colombiana del ELN.

Sant’Egidio ha dado un paso ulterior hacia la paz con su determinante contribución para la suscripción del Pacto Republicano firmado en Bangui, en la República Centroafricana, el pasado 7 de noviembre de 2013, con el que todas las fuerzas vivas de la nación se han comprometido en la defensa del marco democrático de los derechos humanos, y por un gobierno de paz y de progreso para todo el país, que se encuentra entre los más pobres del mundo.

El compromiso por la paz de la Comunidad de Sant’Egidio muestra que la globalización no atañe únicamente a la economía y a los mercados, sino que debemos aprender también a globalizar la solidaridad y el interés por los demás.

En Sant’Egidio, la paz es una responsabilidad cotidiana de todo miembro, que asume ese compromiso, sobre todo en la oración. Jesús pide a los discípulos rezar con fe. Hay muchos dolores cercanos y lejanos. Hay guerras abiertas ante las que no sabemos qué hacer, situaciones de violencia que parecen no conocer nunca el final. No se puede permanecer alejados e insensibles ante las noticias de tantos dolores y de tantos males.

La oración –explican en Sant’Egidio– manifiesta participación y compasión hacia estas realidades, y no resignación impotente e indiferente: “Nosotros creemos en la fuerza histórica de la oración, que, a través de la invocación insistente al Señor, cambia el mundo. Y lo hemos experimentado en muchas situaciones que parecían sin solución”. Se podría decir que la oración es la primera obra del discípulo de Jesús, que desde el pequeño rincón de cualquier mundo permite a cada uno abrirse a lo universal, invocando al Señor por todos y por la paz.
encuentro de oración interreligiosa por la paz en 1986 en Asís convocado por Juan Pablo II

El Espíritu de Asís para una civilización de la convivencia

En el centro del carisma de Sant’Egidio está el diálogo ecuménico e interreligioso, el Espíritu de Asís. El 27 de octubre de 1986, Juan Pablo II realizaba uno de los objetivos más importantes de su pontificado: crear un itinerario de diálogo nuevo entre las religiones. En Asís, los representantes de muchas religiones cristianas y no cristianas se encontraron para rezar los unos junto a los otros, sin riesgos de sincretismo y en el respeto de la diversidad. Un acontecimiento histórico en el que, por vez primera, creyentes de todas las latitudes están juntos para invocar el don de la paz para el mundo entero.

La Comunidad de Sant’Egidio intuye que aquel acontecimiento expresa la necesidad de un gran movimiento espiritual, que una a hombres y mujeres de fe en la defensa de la paz a través, sobre todo, de la energía de la oración y de una nueva solidaridad entre las religiones.

Al cabo de pocos meses, Sant’Egidio da vida a la Asociación Internacional Hombres y Religiones para mantener abiertas las puertas de Asís y desarrollar sus inmensas potencialidades. Desde 1987, la Comunidad reúne cada año en diferentes lugares del mundo a muchos hombres de fe con la convicción de que aquella larga estación histórica en que los hombres han confiado en las armas y en el enfrentamiento ha pasado ya.

En esta red de amistad que ha mantenido unidos durante años a hombres y mujeres de religiones diferentes, que les ha ayudado a conocerse y a estimarse, está la ambición de desarrollar no solo una cultura de la paz, sino una “espiritualidad de la paz”, es decir, una “espiritualidad del vivir juntos”, con la convicción de que la civilización de la convivencia es el verdadero futuro para la humanidad. Uno de los frutos de este compromiso es, por ejemplo, la moratoria sobre la pena de muerte aprobada por la ONU, a la que Sant’Egidio ha aportado una determinante contribución.


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