Historiador, Fundador de la Comunidad de Sant'Egidio
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Ilustres representantes de las Iglesias cristianas y de las religiones mundiales,
Queridos amigos de Cracovia,
tenemos todavía en los ojos las imágenes del dolor y del mal, esculpidas para siempre en el abismo de Auschwitz. Creíamos que conocíamos el sufrimiento, pero aquel abismo de dolor es impensable e inconcebible. El odio humano, la ideología loca fascista y antisemita, la voluntad de esclavizar a un pueblo, como sucedió con los polacos, son capaces de mucho. ¿Cómo puede nacer tanto mal en el corazón y en la mente de los hombres?
Todos somos pecadores y débiles. Conocemos el dolor inflingido por las guerras y por el mal. ¡Pero el mal que hemos visto en Auschwitz es demasiado! Nos preguntamos atónitos: ¿cómo se pudo concebir? A pesar de todo, sucedió. Sí, se puede pensar y hacer mucho mal. Nuestra confianza en el hombre vacila. Tenemos miedo de su orgullo, de nuestro orgullo. Tenemos miedo del orgullo de los pueblos. Tenemos miedo de la locura de los arrogantes y del cegamiento de muchos. El orgullo se manifiesta cuando un pueblo rompe y desprecia a la familia de las naciones, creyendo que su bien se afirma haciendo el mal al otro. Entonces se hace posible el pero mal.
Entonces o se cede al orgullo o se cae en el miedo!
Gracias a Dios, no estamos solos, sino entre muchos creyentes, que nos demuestran que Dios no abandona a la humanidad al orgullo loco. ¿Acaso no lo demuestra el camino providencial realizado en estos años desde Asís en 1986? Volver a Dios es reencontrar el verdadero camino de la paz. Lo digo hoy con una convicción más profunda y más sufrida que ayer, después del peregrinaje a Auschwitz. Volver a Dios es reencontrar el rostro amigo de los demás, librados del abismo del mal.
Por eso la vida no es un juego. No lo es la política. No lo son las relaciones entre los pueblos. No se puede bromear con la violencia, con la predicación del odio y del desprecio. Son semillas de las que nacen tempestades incontrolables, que se llevan por delante a los pueblos.
Por eso, desde hace más de veinte años, siguiendo los pasos de Juan Pablo II, nos hacemos peregrinos de paz en muchas ciudades del mundo, para dar testimonio de la santidad y la hermosura de la paz. Hace veinte años estábamos en Varsovia. Pero no nos hemos cansado, aunque el paso de algunos se ha hecho más cansado con el paso de los años; al contrario, ha crecido en nosotros, sobre todo tras el 11 de septiembre de 2001, la convicción de que el mundo necesita el diálogo entre las religiones.
El fruto del diálogo es que no hemos cedido a la fascinación de la violencia, a la seducción del desprecio y del odio. El fruto del diálogo es que no nos hemos desesperado y que no nos hemos dejado atemorizar. El fruto del diálogo es que continuamos caminando.
Cracovia, hermosa y acogedora, ha confirmado esta confianza nuestra. Hemos visto el testimonio de un pueblo rico en humanidad, que ha sufrido por la guerra y por la avaricia del dominio de otros. Hemos visto en el acogedor cardenal Dziwisz el espírtu de Juan Pablo II, maestro de diálogo. ¡Gracias!
La paz empieza por nosotros mismos, por la conversión de nuestro corazón, por la voluntad de vivir sin violencia. Esta paz es nuestra decisión y nadie nos la puede quitar. Pero la pasión por la paz se puede comunicar y puede cambiar la historia. Meditando sobre los cambios de 1989, hemos comprendido mejor la gran fuerza del espíritu.
La paz crece en el diálogo, que como una red, abraza al mundo entero, transformándolo de caos enloquecido de la diversidad a un mosaico estupendo. El diálogo –decía el humilde y gran teólogo ortodoxo francés Olivier Clément– “es la clave de la supervivencia del planeta, en un mundo en el que se ha olvidado que la guerra nunca ha sido la solución quirúrgicamente limpia que permite expulsar el mal del mundo. El diálogo es el corazón de la paz…".
Ningún hombre, ningún pueblo, ninguna comunidad es el mal. Todos los pueblos tienen una bondad propia, que les une a los demás. Debemos afirmar un bien común, haciendo así del mundo una familia de los pueblos. Ese nos parece que es el sueño de muchos. También me parece que es –por lo poco que entiendo– el gran diseño de Dios para la humanidad. En el diálogo, todos los pueblos se revelan buenos, necesitados de los demás.
Así pues, partimos con un sueño. A setenta años de la Segunda Guerra Mundial, tras las desilusiones de la crisis económica mundial, ha llegado el tiempo de que renazca un humanismo de paz y de diálogo, capaz de dar una alma a este mundo globalizado y fragmentado. ¡Nosotros continuaremos!
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