Metropolita ortodoxo, Patriarcado de Rumanía
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Homilía del metropolita Serafim de la Iglesia Ortodoxa de Rumanía de la liturgia eucarística en ocasión del Encuentro Internacional por la Paz. Cracovia, 6 de septiembre de 2009
(Juan 20, 19-31)
Eminencias,
querido cardenal Dziwisz,
queridos amigos de la Comunidad de Sant’Egidio,
queridos hermanos y hermanas en Cristo
Es para mí una gran alegría estar aquí con vosotros, unidos en la oración, en este lugar de peregrinaje, donde muchos creyentes rezan y confían sus peticiones a la misericordia divina. Aquí empezamos nuestro gran encuentro y confiamos al Señor misericordioso nuestra oración por la paz, 70 años después del estallido de la Segunda Guerra Mundial que provocó tanto sufrimiento a los pueblos, a las culturas y a las religiones de Europa y del mundo entero y que comenzó precisamente aquí, en Polonia.
Como cristianos sabemos que la paz es siempre un don de Dios, que sin el Señor no la podemos ni construir ni conservar. En el Evangelio que acabamos de escuchar las primeras palabras del Cristo Resucitado a los discípulos son precisamente el don de la paz: “La paz con vosotros”. El mismo Cristo es para nosotros la fuente de la paz. Sin encontrarse con Él, los discípulos no podían tener la paz, ni transmitirla a los demás o construirla ellos mismos. Ese es el motivo por el que para nosotros, cristianos, el encuentro con el Resucitado en la liturgia eucarística tiene una importancia capital.
El Evangelio ilumina otro aspecto de esta aparición: el Resucitado muestra a los discípulos sus manos y su costado. Después de haber hablado con ellos, atrae su atención sobre sus heridas y por tanto sobre su sufrimiento. Invita a Tomás, que no creía en la Resurrección y en el poder del amor divino que saca incluso de la muerte una vida nueva, a tocar sus heridas. La fe en la resurrección nace y se fortalece precisamente tocando las heridas del Señor. La fe no es una teoría, nace del encuentro con el sufrimiento y con los pobres en los que nosotros tocamos las heridas del Señor. Esta es la experiencia que vivimos desde Asís en nuestros peregrinajes de oración por la paz. Porque nosotros no hemos inventado una teoría sobre la paz. Al contrario, en el encuentro con el sufrimiento y las heridas de la violencia, del terrorismo y de la guerra, nosotros hemos entendido que el Resucitado nos ha dado una nueva fuerza, la fuerza del Espíritu Santo, espíritu de paz, para hacer de nosotros trabajadores de paz más allá de las fronteras de los pueblos, las religiones y culturas para transfigurar con el poder de la Resurrección todo sufrimiento y toda miseria del mundo.
Y querría ahora agradecer a la Comunidad de Sant’Egidio por su fidelidad y por la perseverancia con la que, desde hace muchos años, nos ayuda a tocar y a curar en lo posible las heridas de los pobres y a aliviarles su sufrimiento. La Comunidad nos enseña que los pobres y los que sufren son para nosotros maestros de paz porque nos ayudan a ser hombres de paz. Con una actitud misericordiosa hacia los pobres, con la atención al sufrimiento de los hombres y de los pueblos nosotros mismos somos misericordiosos, pacíficos y llenos de bondad. Sí, la paz en el mundo nunca puede ser impuesta con la fuerza, como el venerable Papa Juan Pablo II, que en esta hermosa ciudad creció y trabajó como arzobispo, subrayó siempre. La paz es el fruto de la misericordia divina, un don de Cristo resucitado y se adquiere con la oración y la ascesis personal y con el amor y el servicio a los pobres y a los que sufren. Por eso el recuerdo del sufrimiento constituye una parte importante de nuestros encuentros por la paz, después del de Asís de 1986.
Hoy hemos venido juntos aquí desde muchos países del mundo, desde muchas iglesias y confesiones cristianas. Podemos dirigir nuestra mirada con agradecimiento al pasado reciente y podemos dar gracias al Señor por estas décadas de paz en Europa, y por la desaparición de los sistemas políticos que creían poder vivir sin Dios y sin su misericordia. Tras los años terribles de la guerra y de la dictadura comunista que devastaron muchos países y causaron la muerte de millones de personas, Dios nos ha concedido el don de los milagros de la paz y de una Europa unida. Es una auténtica experiencia de resurrección que vivimos respecto a tiempos pasados en los que el Mal dominó a muchos corazones y trajo la muerte al mundo. Como obispo de un país europeo de tradición ortodoxa, querría dar gracias al Señor con vosotros por el don de la paz y de la liberación de la dictadura comunista que él nos concedió en su divina misericordia. Pero hoy acechan otros demonios: el de la secularización, del consumo desenfrenado, de los placeres de la carne, del deseo de dinero… Andrea Riccardi dice justamente que vivimos hoy en una "dictadura sin dictador”.
Así pues, podemos gritar con Tomás: “Señor mío y Dios mío”. Nosotros decimos esto con la convicción profunda de que el Cristo resucitado de los muertos es la fuente de la paz gracias a la que podemos derrotar todo mal en nosotros y a nuestro alrededor. A Él, Señor y Dios del universo, nosotros le confiamos hoy nuestro continente, Europa, y todo el mundo en el que todavía hay demasiados conflictos, demasiadas guerras y demasiada violencia. Nosotros le pedimos ahora que llene en estos días, en Cracovia y en Auschwitz, nuestros corazones con su paz y su amor, para que en nuestros países y en nuestras Iglesias seamos verdaderos discípulos y trabajadores cada vez más fervientes de la paz y de la reconciliación.
Somos conscientes de que la paz no es algo que se adquiere de una vez por todas, sino que hay que conquistarla siempre en nuestro corazón con la oración, el ayuno, el perdón, el amor por los pobres y por los que sufren. Nosotros hemos recibido en Europa el gran don de la paz, pero nosotros no debemos guardarla para nosotros mismos y cerrarnos de manera egoísta en el consumo y en el bienestar personal. El don de la paz es un deber y una misión; debe ser transmitido al mundo, especialmente allí donde los hombres sufren y allí donde encontramos las heridas del Resucitado.
Pidamos al Señor que sople también sobre nosotros, al igual que hizo con sus discípulos el día de la Resurrección, para llenarnos de su Espíritu Santo, espíritu de paz, de perdón y de misericordia. Amén. |