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24 Marzo 2010

La celebración del trigésimo aniversario de la muerte de mons. Romero en Roma, en la Basílica de Santa Maria in Trastevere. La homilía pronunciada por el card. Sepe

 
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Han pasado treinta años de la muerte de Oscar Arnulfo Romero, arzobispo de San Salvador, asesinado en el altar el 24 de marzo de 1980, mientras celebraba la Misa.

Ayer, en Roma, en la basílica de Santa Maria in Trastevere, el aniversario se recordó con una solemne liturgia eucarística, celebrada por el card. Crescenzio Sepe, arzobispo de Nápoles, en la que participaron varios miles de personas.

La Comunidad de Sant'Egidio ha mantenido viva durante estos años la memoria del obispo Romero, desde 1981 cuando se celebró por primera vez, también en Santa Maria in Trastevere, la memoria del martirio sucedido el año anterior.

En la basílica se ha expuesto el misal que perteneció al obispo asesinado, hoy custodiado por la Comunidad de Sant'Egidio en la basílica de San Bartolomeo, lugar de memoria de los mártires y testigos de la fe de nuestro tiempo.

La Comunidad de Sant’Egidio está presente en El Salvador desde hace muchos años y ha recogido desde hace tiempo la memoria de Mons. Romero.
Este año, un joven de la Comunidad, William Quijano, fue asesinado por una banda por su compromiso con la Comunidad para salvar a los niños y a los jóvenes de la violencia de los barrios periféricos de Apopa.

En el clima de la Guerra Fría, en la periferia centroamericana, Romero vivió y predicó la fe. Romero fue un obispo en tiempos difíciles. Se puso a él mismo y a su Iglesia, como vía hacia la paz, cuando no se veía una solución política por el futuro. Creía en la fuerza de la fe: «Por encima de tragedias, sangre y violencia, hay una palabra de fe y esperanza que nos dice: hay un camino de salida… Nosotros los cristianos poseemos una fuerza única». Sigue siendo un modelo de obispo fiel. Monseñor Romero fue obispo al servicio del Evangelio y de la Iglesia. Su lema episcopal era Sentir con la Iglesia . Su prioridad: la salus animarum (la salvación de las almas).

En la celebración de los nuevos mártires del siglo XX en el Coliseo, Juan Pablo II lo recordó con estas palabras: «Pastores apasionados como el inolvidable arzobispo Oscar Romero, asesinado en el altar durante la celebración del Sacrificio Eucarístico».


 Homilía pronunciada por el cardenal Crescenzio Sepe

 ““Si el grano de trigo no cae al suelo y no muere, no puede dar fruto”. Y este grano, este grano de trigo, cayó sobre el altar, murió y hoy se ofrece para la reflexión de la Iglesia como un verdadero y auténtico testigo del Evangelio de Cristo, signo de amor fuerte y de apego sincero a la Iglesia.

Han pasado treinta años desde el 24 de marzo de 1980, cuando monseñor Romero fue herido de muerte en el altar, en el momento del ofertorio, mientras celebraba la Misa. Y había dicho estas palabras, al finalizar la homilía: “Esta santa Misa, esta Eucaristía, es un acto de fe: con la fe cristiana parece que la voz de la diatriba se convierte en el cuerpo del Señor que se ofrece para la redención del mundo y que en este cáliz, el vino se transforma en la sangre que fue el precio de la salvación. Que este cuerpo inmolado y esta sangre derramada por los hombres nos alimenten para dar nuestro cuerpo y nuestra sangre junto a Jesús, no por nosotros sino más bien para la justicia y la paz de nuestro pueblo”. Cristo es el mártir que ofrece su sangre y su cuerpo por la humanidad, para que en esta sangre todos pudieran ser lavados y redimidos, para que el pueblo, subyugado por el mal y el pecado, pudiera ser purificado y salvado.

Romero, allí, en el altar, casi consciente, como lo era, de un sacrificio que se estaba casi consumando, pone su vida, todo cuanto había realizado como obispo, en el cáliz de Cristo, para ser como él testigo de este amor por un pueblo que sufría.

Romero cayó y su muerte, cuanto más pasa el tiempo, más vemos que da fruto, porque es un testimonio de Cristo, testimonio de su Evangelio de salvación, testimonio de su caridad, de su amor por los hombres.

Doy las gracias a la Comunidad de Sant’Egidio que desde el inicio ha hecho de esta figura un emblema de lo que es darse por los demás, vivir por los demás, de quien pagando con su vida se sacrifica a sí mismo.

Desde 1981, un año después de su muerte, habéis querido celebrar esta memoria precisamente aquí, en esta Basílica. Y luego habéis ido allí, al lugar del martirio en San Salvador para recoger directamente este testimonio y guardarlo. Así lo demuestra el libro que hemos incensado, el misal que pertenecía a Romero.

Pero también Juan Pablo II quiso dar testimonio a este testimonio de Cristo. Y recuerdo cuando, con la Comisión de los Mártires, durante el Gran Jubileo, había que enumerar a los que habían testimoniado a Cristo; pues bien, él quiso inserir el nombre de monseñor Romero, subrayando este aspecto tan hermosos, tan particular: “lo mataron precisamente en el momento más sagrado –dijo Juan Pablo–, durante el acto más alto y más divino… Fue asesinado un obispo de la Iglesia de Dios mientras ejercía su misión santificadora ofreciendo la Eucaristía”. Y cómo no recordar que, como hacía a menudo Juan Pablo II, durante la visita a San Salvador, hizo cambiar el programa –era su estilo– para ir a inclinarse ante la tumba de monseñor Romero. Creo que todos tenemos en los ojos la imagen de él arrodillado, con la mano tendida sobre su tumba.

También nosotros, hermanos y hermanas, esta tarde queremos recordar este martirio de hace 30 años, casi como si fuéramos espiritualmente en peregrinaje a la tumba de este testimonio y extraer fuera para nuestro testimonio que todavía hoy, en muchas partes del mundo y no sólo del mundo lejano, sino también del mundo que tenemos cerca, requiere valentía, fuerza, sobre todo cuando, como Romero, queremos convertirnos en voz de los que no tienen voz, queremos defender a los débiles, queremos dar dignidad a quien le han quitado su dignidad humana y cristiana.

Así pues, esta conmemoración que hacemos es un momento en el que el Señor quiere sembrar en nuestros corazones la fortaleza de la fe, la valentía de la esperanza y la fuerza de la caridad que no quiere tener límites.

En el fondo el sacrificio de Romero es un poco la conclusión de toda una vida vivida siguiendo el Evangelio y por amor a la Iglesia. Él, por completo, se puso –decía, hablando de una cierta conversión–, se puso a seguir a la Iglesia y a los pobres, porque así sentía que llevaba a cabo su misión de pastor. Y sobre todo en los últimos tiempos, en los últimos meses antes de su muerte, casi percibía, con las numerosas amenazas de muerte, percibía que se estaba llevando a cabo el sacrificio de su vida. Pero él se mantenía firme, era decidido. “El pastor –decía– no busca su seguridad sino la de su rebaño”. Y también: “El deber me obliga a caminar con mi pueblo, no sería justo mostrar miedo. Si tengo que morir, moriré según la voluntad de Dios”.

Y sabía que el primer testimonio era el que venía de su vida, de su vida de cristiano, de sacerdote y de obispo. Que empezaba por él, por su corazón. Y es siempre una adhesión radical al Evangelio, que antes de predicarse a los demás se convierte en Evangelio para nuestra vida, por el estilo, por el modo de vivir de nuestra vida.

“¡Qué fácil es denunciar la injusticia estructural –decía en la liturgia cuaresmal, el día antes de su muerte–, la violencia institucionalizada, el pecado social!”. Y es cierto, porque lo vemos con nuestros ojos. Sólo tenemos que ir, cada uno de nosotros, hoy mismo, por las calles, entre la gente de cualquier nivel para ver que este pecado ya ha calado en la sociedad en la que vivimos.

Decía Romero: “¡Todo es cierto!, pero ¿de dónde nace este pecado social? Nace sobre todo en el corazón de cada uno de nosotros”. Y concluía: “Todos somos pecadores y todos hemos aportado nuestro granito de arena a esta montaña de delitos y de violencia en nuestra patria. Por eso la salvación empieza por el hombre, salvando del pecado a cada hombre, a cada persona. En la Cuaresma esta es la invitación de Dios: conviértete personalmente… también yo soy uno de esos y tengo que pedir perdón a Dios porque he ofendido a Dios y a la sociedad”. Sí, a veces tenemos esta tentación de ver sólo el pecado de los demás y no ver nuestros límites, nuestras debilidades. Nuestras carencias a veces no nos dan la valentía de, personalmente, tener la humildad de pedir perdón al Señor. Porque sólo en la humildad el Señor da la fuerza para ir a predicar a los demás.

Siendo ya arzobispo, Romero maduró, casi tocó con las manos, esta gran responsabilidad que derivaba de ser pastor. ¿Pastor de quién? ¿De qué rebaño? ¿En qué territorio? ¿En qué contexto, social y religioso? A ese respecto contribuyó también la reflexión, fuerte, casi el drama interior que sufrió cuando tuvo que rezar por su hermano, su querido amigo, el padre Rutilio Grande, que había elegido vivir entre los pobres y por eso también él había sido asesinado. Entendió que en la muerte de aquel amigo suyo se reflejaba tal vez el motivo verdadero de su acción como obispo para el bien de los pobres y de los excluidos.

Confió a un amigo suyo que la noche que pasó ante la tumba de aquel amigo suyo, el padre Rutilio, comprendió que había llegado el momento de dar, de darse totalmente a su pueblo. Fue entonces, explica Romero, “frente al cuerpo del heroico padre jesuita que se había inmolado por los pobres, cuando entendí que ahora me tocaba a mí ocupar su lugar”. Tal vez también hacía de algún modo violencia a lo que era su tendencia o, si se prefiere, su formación: había estudiado en Roma, se podía decir que tal vez era un poco demasiado conservador, pero frente al grito que venía de una realidad también religiosa, social, civil, no pudo no erigirse y ser el pater pauperum, el padre de los pobres, el defensor de los pobres. ¿Por qué? Porque había entendido que tal vez era la única voz que podía hablar en su defensa.

Lo hacía cada domingo, en la catedral, adonde iban muchos pobres para escucharle. De algún modo es la historia de la Iglesia, diría, la vida de los santos, que se renueva en varios contextos. Lo que le pasaba a Juan Crisóstomo. Tenemos la narración de sus 21 homilías. Acudían de muchas partes para escuchar a este gran teólogo, este gran santo, y se convertía en catequista, comunicaba la catequesis. Hoy nos preguntamos cómo tenemos que hacer catequesis. Pues bien, Juan Crisóstomo, Romero, nos dicen cómo tenemos que hacer catecismo y catequesis. Tal vez menos academia, menos libros y hablar más con el corazón.

Romero repetía, precisamente respecto a estos padres: “Velemos y estemos atentos a la presencia de Cristo en los pobres”. Y ponía al pobre en el centro. ¿Por qué el pobre? No es que inventara nada, sólo puso de manifiesto lo que es: porque Cristo, el rostro de Cristo se refleja, mucho más nítidamente, mucho más claramente, en la que es la situación general del hombre, en el pobre. Porque Cristo se identificó con el pobre, con el excluido. Por eso todo se basaba en el amor, en el amor del Evangelio, en el verdadero amor que rechaza toda violencia.

En varias ocasiones Romero lo dijo, lo subrayó. Reprochó el error de aquellos que decían “que no iba a ser la fuerza del amor la que arreglara la situación, sino sólo la fuerza de le violencia”. “Algunos –decía– tienden a radicalizarse y a hacer uso de la violencia, algo que la Iglesia no puede aceptar y condena. Nuestros llamamientos a la no violencia y a una vida y justicia cristianas son atacadas públicamente y encendidamente por quien se siente agredido”.  Así pues, nos consuela, escribía Romero, “pensar que nuestra actividad es conforme al Evangelio y a lo que la Iglesia universal ha proclamado”. Fijaos en esta arraigo: él actuaba porque se sentía misionero de este Evangelio de Cristo en el interior, en el mismo corazón de la Iglesia, como siempre el magisterio ha predicado.

Sólo el amor cristiano habría podido salvar al país de la tragedia. Escribe también Romero: “Querría ser siempre, y sobre todo en estas horas de confusión, de psicosis, de angustias colectivas, un mensajero de esperanza y de alegría… Más allá de las tragedias, de la sangre, de la violencia, hay una palabra de fe y de esperanza que nos dice: sí, hay un camino de salida, hay esperanza, podemos reconstruir nuestro país. Los cristianos tenemos una fuerza única. ¡Aprovechémosla!”.

El cristiano no se rinde, ni siquiera frente al mal, frente a las estructuras del mal, de los males sociales que a veces intentan ahogar la justicia y la paz. No nos rendimos, aunque asistimos, también hoy, a estas violencias que parecen querer borrar… a las numerosas estructuras de pecado, empezando por las varias camorras, por las varias mafias que contaminan. Parecen casi como una piedra que quiere ahogar, borrar el bien. Nosotros no nos rendimos porque sabemos que nuestra base es la roca que es Cristo. Que nadie nos puede quitar, nos puede robar la esperanza que se convierte en el motivo, la fuerza de nuestra reacción ante la violencia y el mal.

Sobre todo, nosotros nos guiamos por el amor, el amor sincero, el amor gratuito, el amor que se da por los demás, sin límites. Esto es testimonio, esto es martirio. No existe un martirio sin amor y no puede haber martirio que no sea también amor y testimonio.

Queridos amigos de Sant’Egidio, sé que esta memoria de monseñor romero significa también memoria de un joven de vuestra Comunidad de San Salvador, William, que también se tomó en serio la enseñanza que venía de monseñor romero y fue asesinado por la envidia de quien no soportaba ver a un joven que quería cambiar algo en su barrio, del mismo modo que muchos otros, jóvenes o no jóvenes, de la Comunidad de Sant’Egidio que viven en las periferias, en los puntos más débiles, más sensibles de nuestras ciudades. Hablo de Nápoles, donde la Comunidad está presente en estos barrios y sé bien que es la fuerza de su amor lo que logra superar las muchas dificultades, como le pasó a William.

Continuad dando la vida por el Evangelio y por los pobres. Sed también vosotros como nos pide la carta a los hebreos, “autores y perfeccionadores de la fe”, a través de la encarnación de la Palabra de Dios en estos contextos sociales, ciudadanos, culturales, en los que estáis llamados a testimoniar al Señor. Y con la seguridad de que la gracia del Señor continuará sosteniéndoos. Así pues, no tengamos miedo de seguir a Cristo incluso cuando toma el camino del Calvario, incluso cuando tenemos que ser como él crucificados por las muchas envidias, por los muchos verdugos que intentan mortificar nuestra presencia cristiana en medio del pueblo. Nuestra esperanza es él, el Cristo que resucita, el Cristo que nos ofrece la vida.

Así pues, roguemos para que junto a Romero, junto a muchos otros mártires, podamos un día participar en el evento glorioso de una vida que es comunión eterna con el amor del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.


MÁS
Primero Dios
vida de Monseñor Romero
Edhasa, Barcelona, 2010  -
Roberto Morozzo  della Rocca
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