Catholic Theologian, Spain
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Un libro sagrado es un puente entre el cielo y la tierra, la presencia en medio nuestro del Autor de la vida, una brújula que orienta y preserva de descarriarse. Un creyente no mira las Escrituras como un engorro o una losa, como una coerción a su libertad de persona humana. Un creyente se acerca al texto revelado desde un sí, desde la puerta abierta del corazón, desde la acogida de un huésped que será tratado como amigo. El texto, por su lado, no invade ni ataca, no ciega ni malogra, no actúa con prepotencia ni convierte el creyente en un fanático. Las Escrituras son, para los creyentes, guía y oasis, alimento y reposo, fuerza y oración. El creyente identifica cada vez más aquello que vive con el texto sacro que escucha y que lee. Y es que las Escrituras lo hacen ir más allá de la realidad que le rodea, y lo llevan a un mundo diverso y grande, superior a él mismo y, a pesar de lo cual, no lejano e inalcanzable. Las Escrituras vienen del cielo porque de allí vienen también la misericordia y la paz.
Detrás las Escrituras de los creyentes que se consideran hijos de Abraham, está la presencia misteriosa de Dios. Él dijo a Abraham: «Vete de tu tierra, de tu familia y de la casa del tu padre» (Gn 12,1). Abraham vivía en Ur de Caldea, el actual Irak. Era un hombre bueno, tenía sus convicciones religiosas y morales, pero no había oído nunca con fuerza la voz divina. Podemos afirmar que era un hombre íntegro y veraz, que seguía los dictados de su conciencia, pero en un determinado momento el designio del Dios Altísimo le convirtió en un peregrino, en un caminante exterior e interior. Dios, el Señor, iría formando aquel hombre para que fuera «padre de una multitud de pueblos» (Gn 17,5).
De igual modo, las Escrituras sacuden nuestro amodorramiento y nuestro olvido, nos hacen despertar de una religiosidad que tiende a caer en la costumbre o en la resignación, sin la viveza de quien busca el rostro de Dios y se deje guiar por su designio. El creyente encuentra en las Escrituras el grado de autenticidad de su fe, ya que la escucha de la Palabra divina libera al espíritu de creerse el centro del mundo. La proximidad a la Palabra divina hace ser dócil al Señor y retornar constantemente a la infancia espiritual, al corazón abierto y disponible para acoger a Aquel que nos visita.
A Abraham la voz divina le dirigió también estas palabras: "Vete hacia el país que yo te indicaré". ¡Pero si Abraham ya tenía un país, una casa, estirpe, tierras y familia! No era un nómada, si no un sedentario, un hombre con patria y estatus social. La promesa de Dios ¿no podría realizarse sin el sacrificio de tener que romper con el mundo conocido? ¿Era preciso empezar de nuevo, sin que nada fuese como antes, y renunciar a las seguridades ya existentes? Abraham no se hace preguntas que pudieran poner una barrera entre él y su Dios. Distingue dentro de él la voz que le habla, y la sigue sin dejarse llevar por la duda o por el escepticismo -aquello que, algunas veces, se convierte en el simple halago de la razón.
Igualmente, las Escrituras son una invitación a adentrarnos en los terrenos fértiles y nuevos del conocimiento de Dios. Hay un país que desconocemos o que, frecuentemente, conocemos demasiado poco, que es el camino interior del hombre y de la mujer espirituales. Este camino no está reservado a personas dotadas, casi naturalmente, con una capacidad y unos dones especiales. ¡Dios no discrimina a nadie desde el punto de vista espiritual! Precisamente, las Escrituras santas, abiertas a todo creyente, son la garantía que cualquier persona que quiera cultivar la fidelidad a Dios, encuentra en ellas el medio idóneo para crecer en esta fidelidad. Gracias a las Escrituras, no hay creyentes de primera y creyentes de segunda. Los libros sagrados no son textos reservados a unas pocas personas, sino que están al alcance de cualquier creyente. Proclamados y escuchados, seguidos y vividos, estos textos promueven la experiencia del Dios que nunca deja huérfanos a sus hijos, los hombres, y llenan el corazón de gozo y esperanza. El alimento de la Palabra es la mesa común de todos los que comparten una misma fe en el Dios que salva de la tristeza -también espiritual, que es la peor de todas.
Precisamente, en una de sus parábolas, Jesús de Nazaret comenta el caso de un rico que daba unas fiestas espléndidas, mientras que un pobre, de nombre Lázaro, yacía en el portal de la casa del rico, con el cuerpo cubierto de llagas que los perros no paraban de lamer. Pero el rico, después de morir, no fue recibido en el seno de Abraham, y en cambio el pobre ocupó un lugar de honor en el paraíso. Entonces, viendo la gran distancia que lo separaba del pobre, el rico se dio cuenta que, mientras vivía, había ignorado a Lázaro. Es decir, había puesto una distancia tan grande con él como la distancia que ahora, en la otra vida, les separaba. En aquel momento, comprendió que había vivido sin alimentarse de nada más que de bienes materiales y había descuidado a Dios y su Palabra. Había vivido de espaldas a Lázaro, el pobre y, también, de las Escrituras. Estas le hubieran podido salvar, haciéndole ver que aquel pobre no podía quedar lejos de su mesa ni de su preocupación. Pero estaba demasiado preocupado en no "perder" ningún momento de la vida, a encontrar momentos y situaciones que le aportasen una satisfacción, y, al fin y al cabo, "se había perdido" a si mismo.
El afecto por Lázaro hubiera podido cambiar al rico, y habrían sido las Escrituras las que suscitaran en él este afecto. En realidad, quien lee la Palabra de Dios se convierte en amigo de los pobres. Las Escrituras nos enseñan los caminos interiores y exteriores de la vida. Esta es la respuesta que Abraham dirigió a aquel hombre cuando este le pedía que Lázaro se apareciese a sus cinco hermanos para que así se pudieran salvar. Abraham le dijo: "Si no escuchan a Moisés y a los Profetas, tampoco les convencerá ningún muerto que resucite" (Lc 16,31). No son los prodigios los que hacen cambiar el corazón. Sorprenden, pasman, pero son de unas consecuencias limitadas. Tan sólo la Palabra es la fuente que calma la sed de quien camina a la luz de la fe. Solamente las Escrituras rehacen el espíritu y le alejan de las muchas tentaciones en que podemos tropezar. El corazón es purificado si la Palabra lo convierte en un corazón, no de piedra si no de carne, capaz de conmoverse delante de los pobres que hay en los portales de las personas y en los países. Desde donde nos encontramos, Europa, ¿quién no pensará en África, que yace a la puerta de nuestro continente?
Las Escrituras son, para los creyentes, un gran consuelo. El salmista exclama: "Tu Palabra es antorcha para mis pasos, luz para mi sendero” (119,105). Esta afirmación es una expansión del corazón que reconoce que la Palabra es necesaria para saber dónde pisan nuestros pies, donde descansan nuestros pensamientos, donde se fundan nuestros sueños, personales y colectivos. El creyente vive de la Palabra y con la Palabra. Es su compañera de camino y nunca la deja fuera de su vida. En un tiempo de crisis, en que es muy fácil no convivir y más bien contraponerse y enfrentarse, las Escrituras son un faro de luz que nos preserva de muchas oscuridades. Sin la presencia amiga del Dios que nos habla, el mundo corre el riesgo de convertirse en una pelea constante para ver quién impone su voluntad, al margen de cualquier pregunta que realmente construya. Por esto, las Escrituras liberan, porque quien las lee se siente aligerado de la discordia y de la altanería y queda protegido del deseo de poder y de la tiniebla del mal.
En el episodio de las tentaciones de Jesús en el desierto, donde estuvo cuarenta días bajo la insidia infructuosa del Maligno, encontramos un breve diálogo entre Jesús y el Tentador, que muestra cómo la Escritura puede ser usada para oponerse al bien. Es la tergiversación de la intención primera de Dios, ya que se comunicó su Palabra a la humanidad para que esta se refleje y encuentre en ella el camino justo y verdadero. El Tentador sugiere que Jesús convierta las piedras en panes y sacie así su hambre. Parece una propuesta del todo conveniente, debido al largo ayuno que Jesús ha llevado a cabo en un desierto inhóspito. Pero Jesús no quiere que el Tentador le haga romper un ayuno que él ha asumido como medio de comunión con Dios y como expresión del rechazo a toda forma de amor por sí mismo. Entonces replica al Maligno con una frase sacada del libro del Deuteronomio (8,3), la cual refleja la primacía absoluta del hombre espiritual: «El hombre no vive sólo de pan; vive de toda Palabra que sale de la boca de Dios» (Mt 4,4,).
Es evidente que Jesús no niega la necesidad del pan, y por eso en el Padrenuestro invita a sus discípulos a pedir al Padre del cielo «nuestro pan de cada día». De todos modos, incluso aquí permanece la pregunta: ¿cuál es el pan que el hombre necesita? Para Jesús, no hay ninguna clase de duda. El hombre espiritual necesita primordialmente el pan espiritual, es decir, el pan de la Palabra, aquella Palabra buena y suave, amiga y próxima, que sale de la boca de Dios y que resulta dulce «como la miel» en los labios de cualquier auténtico profeta. Ahora bien, esta Palabra que conforta y consuela, que saca de la aspereza de la vida y hace que el corazón repose, debe entrar dentro de la persona, como el rollo que Ezequiel tragó hasta el punto que le llenó las entrañas (Ez 3,1-3). La Palabra es vida y hace vivir, pero sólo alcanza su objetivo si el que la recibe acepta comérsela con todas las consecuencias. La Palabra, que viene de Dios, que sale de su boca, debe entrar en el corazón de todo creyente, y éste debe tener a punto su casa para que aquella pueda hacer allí su demora. Solamente así la Palabra podrá fecundar el corazón, como el rocío sazona la tierra y la lluvia serena es promesa de una gran cosecha.
En definitiva, cada creyente se siente llamado a volver a Dios cada vez que escucha su Palabra, siente que dentro de él crecen energías desconocidas de amor y de paz cuando las Escrituras se abren paso en su tejido vital. El creyente vive de la Palabra y no le abandona ni siquiera cuando los tiempo peores se abaten sobre él. La historia del campo de concentración nazi en el que diversos creyentes de confesiones distintas decidieron que cada uno aprendería de memoria unas cuantas páginas del texto bíblico, para preservar la memoria de la Palabra, nos interpela aún hoy. En un tiempo de desmemoria o de memoria fugaz, la fidelidad a la Palabra es uno de los pilares centrales para mantener la humanidad de la vida, para mantener la presencia de Dios.
¿Quién se decidirá en contra del bien después de escuchar o leer las Escrituras? ¿Quién renunciará a un camino de santidad ante las Escrituras santas? Hay una fuerza dentro de la Palabra del Señor que preserva del mal y del pecado. Por otro lado, la certeza que la Palabra nos acerca al Señor desvela en nosotros la gratitud. Somos consolados por las Escrituras, y el consuelo crece con la frecuencia con que recibimos las palabras que allí se encuentran. Por eso el creyente no desestima el tesoro que la comunidad de fe y de amor le ha puesto en las manos, y se alegra, con sus hermanos y hermanas, de haber recibido las Escrituras, de vivir iluminado por la luz que desprenden y de poder comunicarla a muchos y a muchas.
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