|
Me llamo Emily Aoyama. La mañana del 11 de septiembre de 2001, mi padre, David Seima Aoyama, embarcó en Boston en el vuelo nº 11 de la American Airlines con dirección a Los Angeles. Tenía 48 años, era un hombre sano, divertido, un padre devoto, y me gusta pensar que creía en la posibilidad de ver sus esfuerzos premiados en el futuro brillante de sus hijos entonces adolescentes. Trabajaba en Santa Monica para la Asociación Budista SGI-USA, de la que formo parte. Pero en lugar de llegar a casa a Los Angeles su avión fue el primero que chocó contra las Torres Gemelas a una sola manzana de donde nos encontramos hoy.
Mi padre nunca llegaría a vernos ir a la universidad y nosotros no podríamos demostrarle cómo crecemos, cómo lo queríamos y cómo le echamos en falta. Mi madre, mi hermano y yo estábamos abrumados por un profundo sentimiento de tristeza y de pérdida. ¿Cómo había podido pasar una cosa así? ¿Quién podía tener tanto odio y tan pocos sentimientos como para infligir aquel terrible sufrimiento en otros? ¿Cómo íbamos a detener aquella acción que ataca la misma dignidad de la vida?
Estas preguntas me atormentaron los días y meses siguientes, mis sentimientos eran de confusión y de desesperación. Pero en lo más profundo de aquel tormento encontré la esperanza en las enseñanzas del budismo y en las palabras de mi maestro Daisaku Ikeda que me recordó que el verdadero enemigo no es un grupo, una religión o una cultura. Dijo que los verdaderos enemigos son la pobreza, el odio y sobre todo la deshumanización que invade la sociedad actual.
Hoy, diez años después del 11 de septiembre, he aprendido que una de las causas más profundas de la violencia en todas las sociedades es la falta del valor de la vida humana: por eso creo firmemente que las religiones hoy tienen un papel importante e insustituible.
Yo le prometo a mi padre y a todas las víctimas de esta tragedia –que es el símbolo de todas las tragedias que se han producido durante la primera terrible década del siglo XXI– que no murieron en vano, y que trabajaré para construir un camino hacia una paz duradera.
Doy las gracias de todo corazón a la Comunidad de Sant’Egidio, a la archidiócesis de Múnich y a todos los líderes religiosos y a las personas de buena voluntad presentes en este importante Encuentro Internacional por haber escuchado mi experiencia. Sí, creo firmemente que estamos “Destinados a convivir”, y que es una oportunidad para el futuro. |