| 16 Septiembre 2012 |
Los zapatos de Gavrilo Princip |
En los Balcanes, el principal perdedor es el hegemonismo serbio, que no aceptó sus límites | Una placa dedicada al hombre que propició la Gran Guerra resume el drama de Sarajevo |
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El 28 de junio de 1914, Gavrilo Princip disparó contra el archiduque Francisco Fernando de Austria-Hungría y provocó la Primera Guerra Mundial. Nacido en Bosnia, hijo de un cartero rural, Princip era un joven nacionalista serbio enfadado con el mundo. Enclenque, corto de talla y taciturno, había sido rechazado por el ejército de Serbia cuando intentó enrolarse en la guerra de 1912 contra Bulgaria. La Mano Negra, la organización secreta a la que pertenecía -un grupo clandestino que defendía la anexión de Bosnia a Serbia- le había relegado a labores secundarias. Corroído por el resentimiento, Princip quiso demostrar que era capaz de la más audaz de las misiones. Cogió un revólver, se apostó en una de las esquinas del Puente Latino de Sarajevo y mató al heredero del imperio austro-húngaro cuando su carruaje maniobraba para embocar el puente sobre el río Miljacka. Al cabo de un mes empezaba la Gran Guerra.
En tiempos del mariscal Tito colocaron una placa conmemorativa en la esquina del atentado. Una placa en cirílico, alfabeto que utilizan los serbios para escribir el idioma eslavo que comparten con los croatas y los bosnios musulmanes. Junto a la placa, grabaron en cemento la huella de los zapatos de Princip. En un viejo álbum conservo la foto de esa placa y de esos pies. Agosto de 1986, cuatro años después de la muerte de Tito. Un largo viaje en coche por todas las repúblicas yugoslavas, todavía unidas por la federación de los pingüinos. (Pingüinos, así llamaban a los ciudadanos que declaraban la nacionalidad yugoslava en el pasaporte, un escaso 10% frente a quienes preferían declararse eslovenos, croatas, bosnios, serbios, montenegrinos o macedonios).
Regresé en enero de 1994. Yugoslavia había estallado y la ciudad llevaba dos años sitiada. Un panorama atroz. Los edificios reventados por la artillería serbia, la vieja biblioteca calcinada por las bombas de fósforo y dos millones de libros perdidos para siempre, los parques convertidos en cementerios y el pánico a los francotiradores. Los bosnios resistían con la ayuda de los turcos, de la solidaridad ciudadana europea (Barcelona, al frente) y de los Estados Unidos, que acabaron imponiendo la actual paz cantonal.
Enfrentadas al hegemonismo serbio de Slobodan Milosevic, Eslovenia y Croacia se habían declarado independientes con el activo apoyo de Alemania, Austria y el Vaticano. La víctima propiciatoria fue Bosnia-Herzegovina, una tierra de todos y de nadie, poblada de minaretes, monasterios ortodoxos e iglesias católicas. Bosnios musulmanes, serbios y croatas. Todos eslavos. Tres religiones, la sombra de la dominación otomana y un sólo idioma, con dos alfabetos y algunas diferencias dialectales (como ocurre con el catalán, el valenciano y el balear). En las inmediaciones del Puente Latino, los bosnios -islámicos o ateos, quien sabe- habían arrancado la placa dedicada a Princip y la losa de cemento con la huella de sus pies. Era invierno y la nieve acentuaba el halo trágico de aquel gesto contra el hombre enclenque que fundió el imperio austro-húngaro.
He regresado a Sarajevo hace pocos días. La placa ha sido restituida, esta vez con el alfabeto latino de bosnios y croatas, y en inglés. De los zapatos de Gavrilo Princip no queda ni rastro. Tres viajes. El primero, curiosidad ante una ciudad rara y bella, muy bella. El segundo, un drama imposible de olvidar. El tercero, emoción. Y agradecimiento por la invitación de la Comunidad de San Egidio, que este ha año ha querido celebrar su encuentro internacional en Sarajevo, para conmemorar el 20º aniversario del asedio con un gesto sin precedentes. La singular comunidad de ayuda católica que lidera Andrea Riccardi, actual ministro de cooperación internacional del Gobierno italiano, ha conseguido que el jefe de la iglesia ortodoxa serbia, Irineo, viajase por primera vez a la ciudad torturada. El patriarca de Belgrado, los presidentes de Bosnia, Croacia y Montenegro, el arzobispo católico Vinko Puljic, el muftí islámico y el líder de la comunidad judía. Mario Monti y Herman Van Rompuy. Todos juntos.
Sarajevo está renaciendo sin poder ocultar sus heridas. Lo más impresionante es la vitalidad de los jóvenes -se ven jóvenes por doquier-, y el rostro apagado de los hombres y mujeres de mi generación, la gente que tenía treinta años en 1992. El asedio hizo añicos el mosaico civil de una ciudad en la que no había una mayoría clara. Los que pudieron marcharon y muchos musulmanes de los pueblos vecinos buscaron refugio en la capital, huyendo de las milicias de Karadzic y Mladic. Cerca del 90% de la población hoy se declara bosnia-musulmana. Es un islam aparentemente tranquilo. Sarajevo se ha convertido en la Pequeña Estambul. El barniz de la restauración es turco, rotundamente turco, y Recep Tayyip Erdogan, el hombre de moda. La Gran Turquía vuelve a tener asiento en Europa y la imponente embajada de Estados Unidos sigue siendo el principal centro de poder en la región. La Unión Europea repara la biblioteca que no supo defender, los pingüinos se han extinguido y la derrota del hegemonismo serbio envía un mensaje a todas las intransigencias nacionales fundadas en la inmensidad de una llanura.
Enric Juliana
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